domingo, 23 de septiembre de 2012


Pequeño ensayo sobre Teoría Arqueológica


Los distintos modelos teóricos desde los que se aborda la Arqueología surgen, a menudo, como reacción a los excesos que cometen los anteriores. Generalmente ocurre que los que proponen cambios comienzan a plantear la Arqueología desde puntos de vista opuestos y difiriendo en cuál debe ser el objeto de conocimiento de esta ciencia. Así, mientras unos creen que debe estudiarse el individuo o cada cultura particular (postprocesuales, historicistas), otros apuestan más por el estudio de las sociedades y por establecer modelos conductuales que puedan generalizarse y extrapolarse al conjunto de los seres humanos (procesuales, materialistas culturales, funcionalistas, evolucionistas). La historia de la Teoría Arqueológica puede explicarse bien mediante la imagen de un péndulo que oscila de un lado a otro, que es vencido por su propio peso (por sus excesos) al alcanzar un extremo y conducido a la posición opuesta.
Las posturas que adoptan los arqueólogos pueden también clasificarse según el nivel de abstracción que presentan y la idea del conocimiento que tienen. Unos se ocupan solamente de explicar las transformaciones sufridas por el registro arqueológico a nivel físico o químico, otros conectan ese registro estático con patrones de comportamiento dinámico y añaden interpretaciones a su trabajo, aunque siempre proyectando la mente del presente al pasado. Por último, están los modelos teóricos que parten de la base de que existen diferencias entre las personas y entre las visiones que tienen del mundo unos grupos y otros, es decir, que no existe una única manera de ser “humano” y de reaccionar frente a la realidad. Estos modelos teóricos, que tratan de explicar la lógica profunda que rige el comportamiento humano (postprocesualismo, estructuralismo, postestructuralismo), añaden una dimensión más al estudio arqueológico que, en mi opinión, contribuye a construir un modelo de estudio del pasado del ser humano más completo y más justo.
Por eso, opino que existen diferencias fundamentales entre la Arqueología y otras ciencias como la Física o la Química, y que esas diferencias son, precisamente, las que hacen que nuestra disciplina sea especial y que se generen muchos debates en torno a la perspectiva desde la que debe abordarse. No creo que la Arqueología deba ser entendida como las Ciencias Naturales, puesto que trata de dar respuesta a procesos y dinámicas de carácter humano. Su finalidad última consiste en entender lo que somos y lo que nos hizo así, y un enfoque positivista no puede abordar estas cuestiones de manera fehaciente, porque ignora y no aborda cuestiones imprescindibles para entender al ser humano.
Comparto la idea de los postprocesuales y estructuralistas de que, de la misma manera que existen diferentes visiones del mundo en la actualidad, también en el pasado la gente era diferente y la realidad era entendida de una forma distinta. Esto se manifiesta en que las formas de relacionarse entre las personas eran distintas, lo que a su vez queda reflejado en sociedades, economías e ideologías diferentes. No obstante, muchos otros planteamientos teóricos como, por ejemplo, el marxismo o la Nueva Arqueología  han aportado elementos interesantes y beneficiosos a nuestra profesión que no deben ser obviados o descalificados, como la idea de la cultura como sistema de partes conectadas entre sí  introducida por los arqueólogos procesuales o la visión marxista de que las sociedades se transforman por conflictos dialécticos entre la base económica y las formas sociales e ideológicas. Los diferentes planteamientos arqueológicos no se diferencian tan sólo por cómo responden a las preguntas sino también por las propias preguntas que formulan. Por ello, quizá sea conveniente tener varias aproximaciones presentes para, de este modo, ser capaces de obtener mayor partido de las investigaciones.
La Arqueología surgió en nuestra sociedad como un mecanismo de construcción de la identidad, para elaborar una idea de quiénes somos y para entender nuestro presente; algo que sólo puede hacerse desde nuestra perspectiva, porque la Arqueología, sea del tipo que sea, es en sí misma un concepto occidental y de nuestra sociedad moderna y posmoderna. Para otros grupos humanos que tengan una concepción diferente del presente la Arqueología puede carecer por completo de sentido. ¿Significa esto que no es posible hacer una Arqueología objetiva si incluso los planteamientos que nos hacemos (ya no sólo las respuestas que les damos) están condicionadas por nuestra visión del mundo? ¿Puede hacerse una reconstrucción objetiva del pasado? ¿Existe éste, o es sólo una construcción humana, cambiante y subjetiva? Y si es así, ¿debe esto desanimarnos?  Yo no lo creo; entender que existen razones profundas que explican la diversidad cultural presente y pasada es ya un paso importante para escapar de nuestra forma de pensar y aprender de otras mentalidades, aunque no podamos cambiar la propia.
El hecho de que varíen entre un grupo humano y otro los modos de relacionarse las personas, entre ellas y con el mundo,  no significa que la verdad que existe detrás de eso cambie según quién la observe. La realidad existe independientemente de quién la observa, y coincido en que la ciencia es el mejor camino para acceder a su conocimiento objetivo. Por eso necesario también establecer una distinción entre la Arqueología del Paleolítico Inferior y Medio y la Arqueología del Paleolítico Superior y en adelante. La primera permite un acercamiento procesual y puramente científico, pero la segunda exige un tipo de aproximación diferente, que tenga en cuenta que no existe una verdad absoluta cuando nos referimos al comportamiento humano y que trate de encontrar los órdenes de racionalidad ocultos de cada grupo humano yendo más allá de las formas de organización socioeconómicas que son más visibles en el registro arqueológico. Comparten esta visión fundamentalmente los arqueólogos estructuralistas, la postestructuralistas y los defensores de la Arqueología simétrica, ya que los postprocesuales opinan que sólo no podemos escapar de nuestra propia lógica, por lo que la Arqueología sólo puede consistir en elaborar narraciones del pasado.
Me siento más identificada con aquellos arqueólogos (estructuralistas) que opinan que la lógica que existe detrás de cada comportamiento humano debe formar parte del estudio de la Arqueología, que no debe dejar de hacerse preguntas difíciles porque teman no poder contestarlas. La Arqueología puede ser una ciencia muy rica si intenta acercarse a todos los aspectos que tienen que ver con el ser humano, donde entran tanto la razón como la subjetividad. Considero que deben tenerse en cuenta ambas, al igual que debe estudiarse tanto el individuo como la sociedad en su conjunto. Ésta no es más que el conjunto de las relaciones entre los individuos y creo que puede entenderse mejor si se conocen los mecanismos de construcción de identidad de los individuos. La Arqueología aborda también la cuestión de por qué se producen los cambios, qué es la cultura y si el individuo juega un papel activo o pasivo en ella y en los cambios que sufre. A este respecto, la Arqueología postestructuralista añade una nueva idea a la postura estructuralista, que no abordaba la cuestión de por qué se producen los cambios. Los postestructuralistas establecen una relación constante entre la persona y la estructura de una cultura y explican que las personas modifican y transforman poco a poco la estructura. La relación entre las personas y la estructura es de esta forma recíproca, puesto que ambas se transforman por la relación que mantienen.
A mi juicio, la subjetividad es esencial a la hora de abordar el estudio del ser humano. La forma de pensar de nuestra sociedad también es limitada y la ciencia y la razón han enfocado nuestra mente prácticamente sólo en una única dirección que nos aleja de otras formas de entender la realidad. Por eso hay aspectos del mundo que no somos capaces de apreciar. En este sentido, el arte es un buen ejemplo de lo que trato de explicar. Un artista reconoce manifestaciones de la realidad que otros no percibimos y reacciona ante ellas de una manera determinada, mediante expresiones artísticas de cualquier tipo que reflejan su forma de entender el mundo.
El arte, entendido como una forma subjetiva de aproximarse a la verdad, puede aportarnos una información menos fiable sobre la realidad en sí misma pero, a cambio, nos ayuda a comprendernos mejor a nosotros mismos, que es al fin y al cabo el objeto de la Arqueología. Creo que la Arqueología debe ser ciencia, pero no olvidar que posee otras dimensiones que la enriquecen y que exigen métodos de estudio no positivistas. Tal y como yo entiendo la Arqueología, ésta busca entender al ser humano del pasado, sus dinámicas, sus formas de comprender el mundo y de reaccionar ante él.
 No debemos tampoco dejar de hacernos la pregunta de hasta qué punto el mundo es cognoscible y objetivable al margen de cómo pueda entenderlo el ser humano, pero el objetivo principal de la Arqueología, al igual que el de la Antropología es entender qué nos hace humanos, qué nos une, qué nos diferencia y por qué actuamos y pensamos de una determinada manera.
Quizá nos hayamos olvidado, en nuestro afán por entender el mundo de una forma racional y científica, de que sentir también es una manera de entender, que no debe descalificarse por no ser científica y objetiva. Debe de ser fascinante conocer nuevas formas de sensibilidad y emoción, visiones del mundo igualmente complejas y bellas, y radicalmente diferentes a la nuestra. Tomar conciencia de esto y ampliar nuestra mirada es ya un primer paso para la elaboración de nuevos discursos arqueológicos que reviertan en un mayor respeto y cuidado de la diversidad cultural. 


Lucía

domingo, 16 de septiembre de 2012

¡Coraceros, carguen!

Lugar: Campos de batalla de Europa. Cerca de la población de Austerlitz. 1805.

Atardecía y el campo de batalla estaba cubierto por una densa nube de humo que no dejaba ver muchos sectores de la vasta llanura. Parecía que el flanco derecho y el centro del Gran Ejercito habían conseguido hacer retroceder a las tropas aliadas. Pero en el flanco izquierdo, las cosas no iban tan bien. Varios escuadrones de caballería húsar del ejército zarista junto con regimientos de infantería, habían hecho retroceder a la caballería ligera, que se había retirado tras las líneas de infantería comandadas por Cafarelli.

Nosotros, los coraceros del ejército francés, sabíamos que tendríamos que actuar de un momento a otro en auxilio de nuestros compañeros y para evitar el colapso del flanco izquierdo del ejército. El nerviosismo que había entre las unidades era evidente. Muchos de los jinetes eran ya veteranos y habían combatido en múltiples escenarios bélicos, además de otro tipo de combates en tascas y tabernas de toda Europa… Pero aún para los más veteranos, los momentos antes de una carga se hacían largos y pesados.

Hacia el sur, entre la humareda, se podía ver al Estado Mayor, generales y mariscales erguidos sobre sus caballos con  uniformes impecables y adornados con medalleros que resplandecían a la luz del sol. Al contrario de lo que se pudiese pensar al ver a estos hombres alejados del peligro real de la batalla, eran militares con años de experiencia y muchos de ellos habían trepado por los escalafones por méritos propios a diferencia de los de los ejércitos  ruso y austriaco, en su mayoría duques, condes y príncipes de sangre azul. Esto hacía que fuesen admirados y seguidos por sus hombres hasta las últimas consecuencias. En su mayoría eran soldados como ellos, algunos con cicatrices por todo el cuerpo, como Oudinot. Otros como Ney, Murat o Lasalle, auténticos hombres de armas, que enseñaban con el ejemplo a sus hombres, arriesgando sus vidas al frente de las cargas.

Delante del grupo había dos hombres. Uno de ellos llevaba uniforme de húsar, con la guerrera bordada colgando sobre uno de los hombros, una mano en la cadera y otra en las riendas. Era un hombre de anchas espaldas, cabello rizado y grandes patillas, Murat, uno de los oficiales más jóvenes y bravos del Estado Mayor. Junto a él, de una estatura menor que la suya aunque no por eso menos imponente, se encontraba el segundo hombre. Llevaba un abrigo gris largo, y un gran sombrero, tal y como se le representaba en numerosos cuadros y dibujos del momento y posteriores. Era el Emperador, era Napoleón.

Tras un intercambio de palabras, Murat saludó al Emperador y espoleó su caballo en dirección a nuestras líneas, cabalgando erguido y sacando pecho. Al llegar a la vanguardia, comenzó a dar órdenes a los oficiales. Éstos pasaron a su vez la orden entre las líneas, que se prepararon  para la carga.

Los coraceros, comprobaban por última vez el equipo, ajustándose las correas de la reluciente coraza, el casco emplumado, la silla. Pero no eran solo los jinetes los que se daban cuenta del inminente destino del regimiento. Las bestias empezaban a moverse con nerviosismo. Los momentos que preceden a una carga no son tan pintorescos como ésta. Los jinetes más jóvenes sudaban y a algunos les temblaban las manos y para evitar que lo viesen sus compañeros agarraban con tanta fuerza las riendas que parecía que iban a deshacerlas entre sus dedos. Otros se golpeaban el casco y la coraza, como para tratar de despertarse unos, y  para soltar adrenalina otros. Entre los veteranos se veían caras de concentración, mandíbulas tan apretadas que parecía que de un momento a otro se les iban a saltar los dientes, ojos en los que se podía leer lo que pensaban. Mejor lugar de colocación, movimiento del sable, que hacer si tal, y qué hacer si cual… Estudiaban el inminente combate en sus cabezas, como si ya estuviese sucediendo. Algunos de los jinetes menos expertos tenían serias dificultades para controlar a sus caballos, que se erguían sobre sus patas traseras con ojos que denotaban espanto, haciendo caer alguno a su jinete al suelo.

Tras unos breves momentos, que a más de uno se le hicieron eternos, Murat hizo caracolear su montura frente a la formación y elevó el sable al cielo, que resplandeció con fuerza a la luz del sol. A lo que siguió el impresionante sonido de todos los sables del regimiento desenvainándose.
-¡Vive la France! ¡Vive l’Empereur! ¡Cuirassiers…. Charge!. Murat no era hombre de grandes discursos ni de muchas palabras, pero en el campo de batalla predicaba con el ejemplo y eso es lo que más espíritu daba a sus hombres.

Así pues, Murat se lanzó como un poseso hacia las líneas enemigas, mientras sonaban las cornetas, y cientos de corazas brillando bajo el sol del atardecer se lanzaban como un solo hombre tras su general, como si no existiese el mañana.

Vídeo de una carga de coraceros y húsares comandada por Joachim Murat, en la miniserie de Napoleón.

Nacho.