Atardecía y el campo de batalla
estaba cubierto por una densa nube de humo que no dejaba ver muchos sectores de
la vasta llanura. Parecía que el flanco derecho y el centro del Gran Ejercito
habían conseguido hacer retroceder a las tropas aliadas. Pero en el flanco
izquierdo, las cosas no iban tan bien. Varios escuadrones de caballería húsar
del ejército zarista junto con regimientos de infantería, habían hecho
retroceder a la caballería ligera, que se había retirado tras las líneas de
infantería comandadas por Cafarelli.
Nosotros, los coraceros del ejército
francés, sabíamos que tendríamos que actuar de un momento a otro en auxilio de
nuestros compañeros y para evitar el colapso del flanco izquierdo del ejército.
El nerviosismo que había entre las unidades era evidente. Muchos de los jinetes
eran ya veteranos y habían combatido en múltiples escenarios bélicos, además de
otro tipo de combates en tascas y tabernas de toda Europa… Pero aún para los
más veteranos, los momentos antes de una carga se hacían largos y pesados.
Hacia el sur, entre la humareda,
se podía ver al Estado Mayor, generales y mariscales erguidos sobre sus
caballos con uniformes impecables y
adornados con medalleros que resplandecían a la luz del sol. Al contrario de lo
que se pudiese pensar al ver a estos hombres alejados del peligro real de la
batalla, eran militares con años de experiencia y muchos de ellos habían
trepado por los escalafones por méritos propios a diferencia de los de los
ejércitos ruso y austriaco, en su
mayoría duques, condes y príncipes de sangre azul. Esto hacía que fuesen
admirados y seguidos por sus hombres hasta las últimas consecuencias. En su
mayoría eran soldados como ellos, algunos con cicatrices por todo el cuerpo,
como Oudinot. Otros como Ney, Murat o Lasalle, auténticos hombres de armas, que
enseñaban con el ejemplo a sus hombres, arriesgando sus vidas al frente de las
cargas.
Delante del grupo había dos
hombres. Uno de ellos llevaba uniforme de húsar, con la guerrera bordada
colgando sobre uno de los hombros, una mano en la cadera y otra en las riendas.
Era un hombre de anchas espaldas, cabello rizado y grandes patillas, Murat, uno
de los oficiales más jóvenes y bravos del Estado Mayor. Junto a él, de una
estatura menor que la suya aunque no por eso menos imponente, se encontraba el
segundo hombre. Llevaba un abrigo gris largo, y un gran sombrero, tal y como se
le representaba en numerosos cuadros y dibujos del momento y posteriores. Era
el Emperador, era Napoleón.
Tras un intercambio de palabras,
Murat saludó al Emperador y espoleó su caballo en dirección a nuestras líneas,
cabalgando erguido y sacando pecho. Al llegar a la vanguardia, comenzó a dar
órdenes a los oficiales. Éstos pasaron a su vez la orden entre las líneas, que
se prepararon para la carga.
Los coraceros, comprobaban por
última vez el equipo, ajustándose las correas de la reluciente coraza, el casco
emplumado, la silla. Pero no eran solo los jinetes los que se daban cuenta del
inminente destino del regimiento. Las bestias empezaban a moverse con
nerviosismo. Los momentos que preceden a una carga no son tan pintorescos como
ésta. Los jinetes más jóvenes sudaban y a algunos les temblaban las manos y
para evitar que lo viesen sus compañeros agarraban con tanta fuerza las riendas
que parecía que iban a deshacerlas entre sus dedos. Otros se golpeaban el casco
y la coraza, como para tratar de despertarse unos, y para soltar adrenalina otros. Entre los
veteranos se veían caras de concentración, mandíbulas tan apretadas que parecía
que de un momento a otro se les iban a saltar los dientes, ojos en los que se
podía leer lo que pensaban. Mejor lugar de colocación, movimiento del sable,
que hacer si tal, y qué hacer si cual… Estudiaban el inminente combate en sus
cabezas, como si ya estuviese sucediendo. Algunos de los jinetes menos expertos
tenían serias dificultades para controlar a sus caballos, que se erguían sobre
sus patas traseras con ojos que denotaban espanto, haciendo caer alguno a su
jinete al suelo.
Tras unos breves momentos, que a
más de uno se le hicieron eternos, Murat hizo caracolear su montura frente a la
formación y elevó el sable al cielo, que resplandeció con fuerza a la luz del
sol. A lo que siguió el impresionante sonido de todos los sables del regimiento
desenvainándose.
-¡Vive la France! ¡Vive
l’Empereur! ¡Cuirassiers…. Charge!. Murat no era hombre de grandes discursos ni
de muchas palabras, pero en el campo de batalla predicaba con el ejemplo y eso
es lo que más espíritu daba a sus hombres.
Así pues, Murat se lanzó como un
poseso hacia las líneas enemigas, mientras sonaban las cornetas, y cientos de
corazas brillando bajo el sol del atardecer se lanzaban como un solo hombre
tras su general, como si no existiese el mañana.
Vídeo de una carga de coraceros y húsares comandada por Joachim Murat, en la miniserie de Napoleón.
Nacho.
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