domingo, 16 de septiembre de 2012

¡Coraceros, carguen!

Lugar: Campos de batalla de Europa. Cerca de la población de Austerlitz. 1805.

Atardecía y el campo de batalla estaba cubierto por una densa nube de humo que no dejaba ver muchos sectores de la vasta llanura. Parecía que el flanco derecho y el centro del Gran Ejercito habían conseguido hacer retroceder a las tropas aliadas. Pero en el flanco izquierdo, las cosas no iban tan bien. Varios escuadrones de caballería húsar del ejército zarista junto con regimientos de infantería, habían hecho retroceder a la caballería ligera, que se había retirado tras las líneas de infantería comandadas por Cafarelli.

Nosotros, los coraceros del ejército francés, sabíamos que tendríamos que actuar de un momento a otro en auxilio de nuestros compañeros y para evitar el colapso del flanco izquierdo del ejército. El nerviosismo que había entre las unidades era evidente. Muchos de los jinetes eran ya veteranos y habían combatido en múltiples escenarios bélicos, además de otro tipo de combates en tascas y tabernas de toda Europa… Pero aún para los más veteranos, los momentos antes de una carga se hacían largos y pesados.

Hacia el sur, entre la humareda, se podía ver al Estado Mayor, generales y mariscales erguidos sobre sus caballos con  uniformes impecables y adornados con medalleros que resplandecían a la luz del sol. Al contrario de lo que se pudiese pensar al ver a estos hombres alejados del peligro real de la batalla, eran militares con años de experiencia y muchos de ellos habían trepado por los escalafones por méritos propios a diferencia de los de los ejércitos  ruso y austriaco, en su mayoría duques, condes y príncipes de sangre azul. Esto hacía que fuesen admirados y seguidos por sus hombres hasta las últimas consecuencias. En su mayoría eran soldados como ellos, algunos con cicatrices por todo el cuerpo, como Oudinot. Otros como Ney, Murat o Lasalle, auténticos hombres de armas, que enseñaban con el ejemplo a sus hombres, arriesgando sus vidas al frente de las cargas.

Delante del grupo había dos hombres. Uno de ellos llevaba uniforme de húsar, con la guerrera bordada colgando sobre uno de los hombros, una mano en la cadera y otra en las riendas. Era un hombre de anchas espaldas, cabello rizado y grandes patillas, Murat, uno de los oficiales más jóvenes y bravos del Estado Mayor. Junto a él, de una estatura menor que la suya aunque no por eso menos imponente, se encontraba el segundo hombre. Llevaba un abrigo gris largo, y un gran sombrero, tal y como se le representaba en numerosos cuadros y dibujos del momento y posteriores. Era el Emperador, era Napoleón.

Tras un intercambio de palabras, Murat saludó al Emperador y espoleó su caballo en dirección a nuestras líneas, cabalgando erguido y sacando pecho. Al llegar a la vanguardia, comenzó a dar órdenes a los oficiales. Éstos pasaron a su vez la orden entre las líneas, que se prepararon  para la carga.

Los coraceros, comprobaban por última vez el equipo, ajustándose las correas de la reluciente coraza, el casco emplumado, la silla. Pero no eran solo los jinetes los que se daban cuenta del inminente destino del regimiento. Las bestias empezaban a moverse con nerviosismo. Los momentos que preceden a una carga no son tan pintorescos como ésta. Los jinetes más jóvenes sudaban y a algunos les temblaban las manos y para evitar que lo viesen sus compañeros agarraban con tanta fuerza las riendas que parecía que iban a deshacerlas entre sus dedos. Otros se golpeaban el casco y la coraza, como para tratar de despertarse unos, y  para soltar adrenalina otros. Entre los veteranos se veían caras de concentración, mandíbulas tan apretadas que parecía que de un momento a otro se les iban a saltar los dientes, ojos en los que se podía leer lo que pensaban. Mejor lugar de colocación, movimiento del sable, que hacer si tal, y qué hacer si cual… Estudiaban el inminente combate en sus cabezas, como si ya estuviese sucediendo. Algunos de los jinetes menos expertos tenían serias dificultades para controlar a sus caballos, que se erguían sobre sus patas traseras con ojos que denotaban espanto, haciendo caer alguno a su jinete al suelo.

Tras unos breves momentos, que a más de uno se le hicieron eternos, Murat hizo caracolear su montura frente a la formación y elevó el sable al cielo, que resplandeció con fuerza a la luz del sol. A lo que siguió el impresionante sonido de todos los sables del regimiento desenvainándose.
-¡Vive la France! ¡Vive l’Empereur! ¡Cuirassiers…. Charge!. Murat no era hombre de grandes discursos ni de muchas palabras, pero en el campo de batalla predicaba con el ejemplo y eso es lo que más espíritu daba a sus hombres.

Así pues, Murat se lanzó como un poseso hacia las líneas enemigas, mientras sonaban las cornetas, y cientos de corazas brillando bajo el sol del atardecer se lanzaban como un solo hombre tras su general, como si no existiese el mañana.

Vídeo de una carga de coraceros y húsares comandada por Joachim Murat, en la miniserie de Napoleón.

Nacho.

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